Aunque más de 20 millones de personas en el mundo se han recuperado de la Covid-19, un porcentaje que varía entre el 50 y el 90% de los que han requerido hospitalización presentan síntomas más allá de los tres meses de haberlo superado, reseña La Razón.

«Tal disparidad se explica por las diferentes definiciones empleadas: si se preguntan y recogen sistemáticamente o no los datos, si se realiza de manera retrospectiva –según los recuerdos del paciente– o prospectiva, del momento en el que se realiza el seguimiento tras el cuadro agudo, si los pacientes estudiados proceden de ámbito hospitalario o extrahospitalario. Pero hay secuelas y una merma en la calidad de vida de los pacientes», señala Juan María Herrero, médico internista y vocal de comunicación del Grupo de Enfermedades Infecciosas de la Sociedad Española de Medicina Interna (SEMI).

Al tratarse de una enfermedad nueva, el curso clínico y el nivel de afectación en el organismo están en continua revisión, hasta el punto de que aún no existe una definición consensuada de lo que se considera Covid-19 posagudo.

Pese a ello, desde el punto de vista médico, los especialistas consultados por LA RAZÓN coinciden en transmitir un mensaje tranquilizador y es que, pese a que muchos «supervivientes» sufren secuelas importantes, la gran mayoría se recuperan a las dos o tres semanas de haberse liberado del virus. Tampoco hay grandes sorpresas entre los casos que se han visto en otros países.

«En la revisión a los tres meses del alta, en la que hemos llamado básicamente a los 4.000 pacientes ingresados que tuvimos en el hospital en la primera ola, la mitad han referido síntomas persistentes», señala Rocío García, médica adjunta Servicio de Neumología del Hospital 12 de Octubre y coordinadora de la Unidad de Seguimiento Covid-19.

«Entre los síntomas persistentes más frecuentes están la fatiga, la disnea (dificultad para respirar), el cansancio y el dolor de cabeza. También el insomnio y la recurrencia de pesadilla o sueños vívidos que generan ansiedad, pero estos están descritos en el síndrome post-UCI. Por otro lado tendríamos la taquicardia y dolores musculares, que también son habituales», explica.

Sin embargo, algo que llama la atención a los especialistas es que la persistencia de los síntomas no se correlaciona con el hecho de haber sufrido la infección de modo más grave. «En este virus hay muchas cosas que aún desconocemos. La Covid-19 es una enfermedad peculiar en la que, en muchos casos, las analíticas o pruebas radiológicas que se les hacen a los pacientes no muestran ningún resultado anómalo y, sin embargo, ellos siguen refiriendo sintomatología persistente. Eso es algo que les provoca mucho nerviosismo», indica la especialista.

El caso de María Luisa

En esta situación está María Luisa Villalobos (61 años), que sigue dependiendo del oxígeno domiciliario 24 horas al día desde que recibió el alta el pasado 20 de junio. Pasó 42 días en la UCI del Hospital Doce de Octubre (Madrid) y otros 20 en planta. Casi dos meses que recuerda como en una neblina. «Cuando me pasaron a planta no podía mover ni un músculo. Recuerdo que pasar las páginas de una revista era toda una hazaña, se me hacían un mundo». Aunque confía mucho en los especialistas que la atendieron y que le realizan seguimiento no acaba de creer que un día pueda volver a su vida normal.

«Me dicen que no saben cuánto tiempo más tendré que depender de la bomba de oxígeno, que tenga paciencia y que voy bien. Pero yo lo llevo mal, me preocupa seguir así mucho tiempo más», afirma. Reconoce que ha mejorado mucho desde que volvió a casa, «pero aún me duelen mucho los brazos, tengo muchas pesadillas, no duermo seguido y sigo sintiéndome agotada».

Los síntomas que refiere María Luisa son de los más recurrentes, tanto la debilidad y los dolores musculares como las pesadillas y el insomnio. Pero hay otros muchos. La lista es larga: mareo, palpitaciones, dolor de pecho, pérdida de olfato o gusto, tos, febrícula, dolor de garganta, dispepsia y otras molestias abdominales, lesiones cutáneas, parestesias, una mayor dificultad para concentrarse o problemas de memoria. «También hay pacientes que, tras la infección, permanecen con secuelas cardiacas después de haber padecido un infarto de miocardio o una miocarditis, es decir, una inflamación del tejido del corazón. A otros niveles, también se puede dar insuficiencia renal o una eliminación elevada de proteínas en la orina», añade Herrero.

La cuestión clave parece ser que ninguno de ellos es exclusivo del SARS-CoV-2, sino que ya se han descrito como sintomatología crónica persistente con otros virus como el de la mononucleosis o las hepatitis, o incluso con otros cuadros respiratorios como las neumonías bacterianas o la infección por otros coronavirus. De hecho, el SARS de 2002, con el que el nuevo coronavirus comparte el 80% del código genético, dejó también daños crónicos y persistentes en muchos de los recuperados.

Otro ámbito de afectación en los que los síntomas pueden mantenerse a medio plazo es el neurológico. Los más comunes son la famosa anosmia (pérdida del gusto y del olfato) y las cefaleas, que se mantienen más allá de las dos semanas posteriores a la recuperación en un pequeño porcentaje de pacientes. «Hay secuelas que sí se relacionan con la gravedad. Por ejemplo, las personas que tienen una infección más leve suelen sufrir cefaleas y mialgias, que son la consecuencia visible de que la respuesta inmunitaria de su organismo contra el virus está siendo efectiva», explica David García Azorín, neurólogo y vocal de la Sociedad Española de Neurología (SEN). «El SARS-CoV-2 no es virus neurotropo (al que «le gusta» ir al cerebro y atacarlo). En los estudios post mortem que se han hecho se ve que el virus puede llegar al cerebro, pero no es algo habitual. De hecho, no se han descrito más que algún caso asilado en el que el virus haya invadido el Sistema Nervioso Central, que además podía deberse al despliegue de la respuesta inmunitaria», explica. Respecto a la secuela descrita como «niebla mental» (falta de concentración, despiste constante, sensación de «enorme borrachera»), el especialista considera que no está relacionada con un daño neurológico, sino con una condición psicológica de angustia y cierto grado de estrés post traumático. De hecho, este efecto ha sido observado en anteriores brotes de coronavirus humanos como el SARS y el MERS. «No es exclusiva de aquellos que hayan pasado la Covid-19. Es algo que nos puede pasar a todos, y nos pasa en una medida u otra. Se trata de un estado habitual en situaciones de alerta e incertidumbre tan importantes como la que estamos viviendo, con consecuencias tan trágicas».

Para Rommel Juan Chávez, de 41 años, las secuelas psicológicas son las más incapacitantes. Abandonó el hospital en silla de ruedas hace casi 6 meses después de 40 días en la UCI. Tuvo que estar «pegado» a una máquina de oxígeno durante tres meses, sigue sintiendo la pierna izquierda, la parte superior de la cabeza y el dedo índice de la mano derecha ligeramente adormecidos a día de hoy y una tos seca que no se le va. Sin embargo, a pesar de estos problemas físicos el mayor miedo está en su cabeza. «Hace un mes que me incorporé al trabajo y el primer día que tuve que coger el metro me dio un ataque de pánico. No podía soportar la idea de volver a contagiarme, y me está costando mucho volver a ser el que era en ese sentido», explica. Acude al psicólogo del hospital y, poco a poco, dice estar recuperando la calma y el control sobre sí mismo. «En todo momento revivía las pesadillas que tuve en la UCI. Soñaba con familiares muertos, con cosas que le pasaban a mi hijo de un año, y sentía que el corazón se me salía del pecho de la ansiedad». Y concluye: «Tuve que reaprender a andar, a manejarme por mí mismo. Por eso me pongo nerviosísimo si veo a gente sin mascarilla o no haciendo caso a las medidas de seguridad. Vivirlo es muy duro. No entiendo porqué quieren arriesgarse a que les toque».