Norberto José Olivar: Diarios subversivos

Norberto José Olivar: Diarios subversivos

thumbnailnorbertojoseolivar«¿Cuáles son los actos que, de cuando en cuando, necesitamos llevar a cabo para confirmar que no estamos muertos, o casi muertos por dentro?», me pregunta Miguel Ángel Campos, en la fuente de soda Irama, la mañana del sábado. Yo sé que buena parte de eso que dice lo ha sacado del libro de Victoria de Stefano que tiene sobre la mesa, Pedir demasiado. Recuerdo que la novela es una indagación sobre el desgano de vivir que deja la muerte cuando nos arranca algo que nos pertenece.
Miguel Ángel acerca el libro y me pregunta, ahora, si recuerdo cómo me sentí al leerlo. «Triste, molesto, angustiado», le digo, hojeando las primeras páginas y sorteando ya la primera interrogante. Entonces leo para él: «Recordar podía ser malo, pero olvidar, olvidar tampoco podía ser bueno. Se preguntó cómo hacían los mortales, los felices mortales, para discernir el justo medio entre lo que debía o no debía ser recordado, cómo se las arreglaban para tener corta memoria y arrogarse la gracia del olvido…». Miguel Ángel sonríe y suelta una perorata apesadumbrada: «El país es un desastre, pero dicho así es un eufemismo. El desastre es la gente. Se han acostumbrado a la calamidad. La calamidad es ya algo cotidiano. Han perdido el deseo de avanzar. La vida del país es un conjunto de hábitos nocivos. La revolución atomizó las aspiraciones y los actos de confirmación de la vida misma. Ahora basta un rollo de papel tualé para la concreción de la realización íntima y societaria. Sin darnos cuenta, estamos perdiendo las ganas de vivir. Por supuesto, siempre están los optimistas, como el padre de Denise, la heroína de Victoria en esta novela, pero que, sin embargo, no logran revertir ese sentimiento generalizado de desamparo y melancolía…».
Le digo, porque algo tenía que decirle, que el ser humano se acostumbra a todo, pero sospecho que esta capacidad es casi inadvertida. Por eso, añado a mi contestación, que el poder intenta evitar que la gente jurungue en sus adentros. El hambre y el entretenimiento son grandes distractores. Miguel Ángel me mira como si hubiera adivinado su pensamiento o, quizás, simplemente porque lo sorprendí. Luego me pregunta como verdadera expectación qué debería hacer la gente para salir bien librada, pero me advierte que no me escabulla por la manida respuesta de la educación. Me la ha puesto difícil, aunque yo estaba pensando en otra cosa un tanto extravagante o dislocada. Yo estaba pensando en Kafka. Saqué del morral Diarios y le leí mi argumentación robada: «Una de las ventajas de llevar un diario consiste en que uno cobra consciencia, con una claridad tranquilizadora, de las transformaciones a que está sometido incesantemente… ». Miguel Ángel se ríe a carcajadas, pide otra ronda de café y me dice, de mejor humor que con el que llegó: «¿Te imaginas a cada venezolano llevando sus notas día a día? Esa sí que es una manera radical de acabar con esta revolución».
«Y con las que vengan», le digo levantando mi taza para un brindis subversivo y como un acto de confirmación de que no estamos muertos, ni casi muertos, en nuestros adentros ni en nuestra imaginación: «¡Salú!»