Venezuela se convirtió en el país de las colas

Venezuela se convirtió en el país de las colas

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“Mis hijos tienen cereal pero no tienen leche”, dice una señora desde otro punto de la cola. Esperanzada en una de las cajas de una farmacia de Ciudad Guayana, llegó hace minutos y espera salir a tiempo para buscar a sus hijos al colegio. El reloj marca las 11:00 de la mañana.

Correo del Caroní

Llegué un poco después que ella. Pasando cerca del local, las bolsas de los compradores me guiñaron el ojo: vendían seis cartones de leche descremada Mi Vaca, por persona. Sí: seis y de esa misma. La de “Menos grasa, ¡Yo me siento genial!”, como cantaba el comercial de los años 90, y que ahora, en pleno 2015, es un producto tan escaso como los pañales, la leche, la harina…

La leche en general es un producto lujoso en la Venezuela de hoy. Para adquirirla a precio regulado se hacen colas por todas partes, en las que hay que soportar sol, lluvia, lidiar durante horas con el calor, empujones, insultos, los “¡Aquí todos somos pueblo!”, policías y guardias nacionales… parte del nuevo ecosistema urbano nacional. Nada nuevo. Nada que muchos no lamenten. Son las colas que ya no sorprenden a nadie.

Lo sorprendente ahora es poder comprar leche Mi Vaca dentro de un local comercial, con aire acondicionado, donde la cola y el despacho del producto se hace en la caja registradora y no en una ventanilla externa. ¡Una bendición, pues! Entré al local emocionada.

Comprar leche líquida me pareció hasta un capricho. “¡Al menos tenemos leche en polvo!”, dice uno en casa resignado. Pero la señora frente a mí no tenía ni siquiera eso. Morena, delgada y con un semblante cabizbajo, me parece que debe llamarse Doris, pero nunca supe su nombre.

Mientras oigo su historia inspecciono las cajas para dar con la cola más corta, pero todas tienen más de 30 personas en fila, que se van turnando el puesto para buscar entre los pasillos los dos desodorantes de bolita que también generan sonrisas entre los compradores.

Aunque no los necesitaba, los dos desodorantes llegan a mis manos por la solidaridad de un señor que está cuatro puestos detrás de mí en la cola por leche. “Lléveselos, mija, que no sabemos si vuelven a llegar”, me dice.

Así vivimos, en colas e incertidumbre por todos los productos básicos. En el milagro de la epifanía de lo que se consiga. En la vigilancia perenne de supermercados, mientras algún día, como suerte de matrimonio en crisis, ocurra el milagro de la reconciliación entre el poder del Estado y el potencial de la empresa privada. Para entonces habrá dólares, fábricas ingentes, productos por doquier, anaqueles llenos, ofertas infinitas, bajos precios y la extinción del “bachaqueo”. Nuestro problema volverá a ser qué marca de qué producto escogemos y cuántas escogemos… pero mientras tanto aterrizo en mi realidad: una cola por seis cartones de leche, dos desodorantes en la mano, y la angustia de saber si al menos me beberé un sorbito.

Por ahí se van mis pensamientos mientras sigo observando las cajas y me convenzo de que todas avanzan al mismo ritmo. Trato de olvidarme de que van 20 minutos sin que alguno de nosotros avance más de un centímetro hasta el ansiado botín.

Doris me cuenta lo frustrada que se siente por no tener leche para el desayuno de sus hijos, después que por un golpe de suerte lograra comprar varias cajas de su cereal preferido y escaso. “Por eso estoy aquí”. Y de ahí, el efecto dominó: Doris pasa a hablar de la escasez de detergente, de pasta, hasta llegar a las medicinas y concluir con el resonado “No sé adónde vamos a llegar”.

La desilusión
Quería sorprender a todos en casa con seis envases de “Mi Vaca descremada, te ves bien, ¡Te sientes bien!”. Son las 11:30 de la mañana. Con un avance de diez pasos y con mis dos desodorantes “por si acaso” estorbándome en las manos, escucho la advertencia autoritaria de la cajera: “Me queda leche para seis personas nada más”.

¡No puede ser! Me faltan, al menos, 20 personas para llegar a la caja. Doris también se queda sin leche, pero igual debe ir por sus hijos al colegio y resopla de frustración. “¡Hubiera venido antes!”, lamenta antes de dejar los desodorantes, la bandejita de queso y la bombonita de Pepsi que le acompañaban en su espera.

No desisto de mi empresa ante los ánimos desfallecientes. Un amigo estaba en otra cola de los anhelos, así que, muy venezolanamente, fui a saludarle y a anexarme en su plantón. “¡Chamo! en aquella cola se acabó”. Nos acostumbramos a que comprar algo tan básico como leche sea algo titánico.

Bachaqueo, siempre
El nerviosismo se esparce entre las colas ante el anuncio del acabose que corría por las cajas. Aquí no queda. Aquí tampoco.

– ¡Despachen dos, en vez de seis! -Piden a gritos varias señoras para que rindieran la oferta.

– ¡Todos tenemos derecho a comprar! -siguen los reclamos.

Nada surte efecto
El cajero que despacha en mi cola está abrumado por la situación. Me acerco a preguntarle sobre el futuro de los que estamos en el medio de la fila y me explica que solo queda mercancía para atender a dos clientes.

“Yo soy el último al que le van a vender, pero estoy vendiendo el puesto en 200 (bolívares) si quieres”, me ofrece el señor que está de segundo en la caja al notar mi interés. Decidí abandonar los desodorantes en algún sitio y regresé a mi lugar, 10 puestos más atrás.

A pesar de la información mi compañero decide quedarse para pagar sus desodorantes, convencido de que quedaría una Mi Vaca escondida para él.

Ahora me encuentro presa de la rabia. ¡Cómo es posible ilusionarse así por unos potes de leche! Recuerdo la violencia que he visto en los conatos de saqueo en el Santo Tomé, en Makro, en las algarabías del Bicentenario, y en todas las colas que forman parte del panorama diario. También recuerdo el testimonio de una joven de 16 años que nunca le había dado leche a su bebé de meses porque no la conseguía en el mercado. ¿En qué momento este país se dejó dominar por las colas?

La declamación de una encargada del establecimiento me devuelve al presente: “… A mí no me digan nada, tenemos un mes vendiendo leche descremada todas las mañanas y vienen a comprar son las mismas personas, porque ya las conozco, sobre todo los viejitos”. Hace alusión a los revendedores, los “bachaqueros”, que madrugan al acecho del local en busca de la anhelada mercancía.

La empleada olvida que también se dirige a compradores normales, los no bachaqueros, que no pudieron comprar la leche descremada que se revende a más de 130 bolívares, cuando su precio oficial oscila entre 50 y 60.

Hacer la cola no siempre es comprar, pero siempre es perder el tiempo. No quedó el repele para mi amigo. Pagó sus dos desodorantes de “por si acaso” y salimos derrotados de la farmacia. Al cruzar la calle, me arrepentí de haber renunciado al par de antitranspirantes morados que me saldrían por 32 bolívares. Seguro cuando me hagan falta recurriré a otra cola a ver si por fin logro mi cometido.

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